Aprendí a prescindir.

Era verano y volvía a casa después de disfrutar del mar y del sol en la playa. En esa época lucía por delante una incipiente barriga que podía delatar mi estado. Me cruzo con una vecina, madre de dos criaturas menores de cinco años. “¿Qué? ¿Cómo lo llevas?” me pregunta no sin un tono de complicidad. “Bien” contesto más por cortesía que por decir la verdad. “¿Bien? Qué suerte. Yo lo llevé fatal. A los cinco meses me pedí la baja. ¡No aguantaba más!”.

Esta escena, más o menos, se fue reproduciendo a lo largo de mi embarazo. Me encontraba con madres del pueblo que tenían hijos pequeños. Todas se interesaban por mi estado, todas mostraban complicidad ante la dureza de la situación y todas compartían su particular calvario. Una se sintió agotada durante todo el embarazo, otra no paró de vomitar, que si no podían hacer esfuerzos, ni levantar peso, ni ir deprisa, que si los ardores, los ascos, pero sobretodo, lo limitadas que se sentían.

En cambio si la mamá con la que me cruzaba tenía los hijos ya crecidos no mostraba ni tan siquiera un atisbo de compasión. Me trataban con cierta dureza respecto al embarazo en un intento de espabilarme. ¡Pretendían que mi ritmo fuera como el de antes! “No estas enferma, solo embarazada” me reprochaban. Cómo llegué a odiar esa maldita frase.

Aún no entiendo esa actitud. No sé si es que al cabo de los años se olvidan de lo que supone llevar un barrigón que crece por momentos. O quizás en su época las trataban con más delicadeza cosa que les permitía seguir el mismo ritmo. O puede que antes el ritmo de la mujer fuera más llevadero. O a lo mejor fueron tan torturadas que ahora buscan venganza. No lo sé. Sólo sé que me machacaron. Incluso una madre de tres hijos me llegó a decir que ella ni tan siquiera sintió dolor en el parto. ¡Venga ya! Por aquí no paso. Seguro que se olvidó de ello.

En realidad no pasé un mal embarazo desde el punto de vista físico. Aunque el primer trimestre fue terrible el cansancio y el sueño que habitaron en mi sin darme ni un segundo de tregua. ¡Madre mía! No era capaz de hacer nada. Dormir y pasarme horas y más horas tirada en la cama. Fue el periodo que más leí. Mientras mi pareja, que trabajaba de camarero y terminaba la tesis doctoral, me atosigaba para que limpiará, ni tan siquiera, los platos. Vivimos momentos de tensión.

Entre las mamás toca huevos y mi pareja conseguí algo muy importante. No se muy bien porqué pero enseguida comprendí la importancia que tenía mi persona en todo ese asunto. Algo curioso teniendo en cuenta mi trayectoria de falta de autoestima y autoconsideración. Rápidamente entendí que si yo no estaba bien mi retoño difícilmente lo iba a estar. Así que aprendí a prescindir de los comentarios, a mantenerme firme en mis convicciones y no dudé ni un segundo más en abandonar todo aquello que me atosigaba o que no me gustaba.

Bueno, todo no. Durante el segundo trimestre me ofrecieron un trabajo. Me lo pintaron muy fácil pero de fácil no tuvo nada. Cometí el error de mantenerme en él mientras duró. Pasé muchos nervios, dejé de lado cosas que de hecho eran más importantes para mí. Todo para acumular dinero para comprar muebles para tenerlo todo bien bonito para recibir a mi tesoro e irnos al poco tiempo y dejarlo todo atrás. Si hubiese sabido que acabaría en México no hubiese hecho tal esfuerzo.

Dejando de lado ese incidente, como iba diciendo, durante mi embarazo me percaté que lo primero era mi salud, física y mental, porque lo primordial era ella. Poniéndola en primer término me situé en casi lo único importante. Y sigue siendo así. Dejé de lado amistades, situaciones, empecé a decidir por mi misma cosas que antes las hubiera constatado con mi pareja. Empecé a exigirle y a darle órdenes. Y no me importaba lo que pensara él. La cuestión era que una niña estaba creciendo en mis entrañas y por ello mi bienestar era fundamental. Pasé de ser un objeto pasivo que se dejaba llevar por las corrientes del momento, alguien cuya frase más repetida era “no sé”, “¿qué quieres hacer?” “no sé”,”¿dónde quieres ir?” “no sé”, ”sabes porqué estás aquí?” “pues no, no lo sé”, a ser uno activo cuya frase más pronunciada es “por favor, me puedes…”. Y sigo en la misma línea, ahora esa niña sigue creciendo en mis brazos.

He de confesar que últimamente ha habido un cambio. Nuestra hija cada vez muestra más entusiasmo por su padre y ¡últimamente le pide brazos! Me encanta. Así como de recién nacida no soportaba que Antonio la cogiera, ahora estoy encantada de que lo haga. Creo que las dos hemos llegado a un punto que necesitamos ir un poco más allá y empezar explorar nuevas posibilidades. Ella empieza a desprenderse de mí y yo, la verdad, me siento un poco liberada. Eso sí, todavía permanezco a su lado casi siempre.

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